lunes, 1 de abril de 2013

Carrilano

No tenía predios que cultivar, cuenta de la que gastar, amores que alimentar ni estudios que practicar, así que un día decide irse a vagabundear por los pueblos de España. Esta España de gaitas, guitarras y panderetas tan famosa en toda Europa.

A los pocos días de su voluntaria desaparición sus padres denunciaron el hecho y, cómo no, la benemérita acabó encontrándolo. Pero él no quiso volver porque había decidido, según declararon ellos, vivir en libertad y, como el cuco, sobrevivir a costa de nido ajeno.
En una nave, un grupo de jóvenes están celebrando algún acto y ha colocado unas mesas y unas sillas. Las mesas están repletas de comida y los jóvenes se pasan alternativamente unas botas de vino. Él, delante de la puerta con cara de humildad y deseos de poder probar algo de lo que ve, se dirige a ellos, y con una voz que no deja de ser un susurro les solicita que igual donde hay tanta abundancia de vino y comida puede sobrar algo para un pobre peregrino hambriento. Desde el fondo se escuchan unas risas y unos comentarios desagradables y nada graciosos, pero que en estos momentos hay que saber ignorar y hacer oídos sordos. Una bellísima joven con unos ojos luminosos, y un cuerpo tan perfecto que al mismo Fidias le hubiese costado imitarla, se dirige hacia él y le entrega un bocadillo y un vaso de plástico colmado de vino tinto. Él, con una media sonrisa en el rostro, le dice que ojalá Dios sea tan generoso con ella como ella ha sido con este pobre peregrino, y, dando las gracias, se marcha a buscar un lugar donde poder disfrutar de esta comida divina.

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