Camina solitaria la noche,
llenándose
de sueños y
quejidos
quejidos
y
al alba
se
esconde entre montes y
olivos.
olivos.
Era más alto
que ninguno de nosotros y su cuerpo fibroso, exento de grasa más su rostro
enjuto le daba el aspecto de ser más
alto y demasiado delgado. Se llama Antonio, pero todos lo llamamos “el Seco”, y mis primeras correrías por el
campo siempre fueron con él.
Supongo que
iría a la escuela como casi todos los niños, pero yo siempre lo conocí fuera de
ella y trabajando en trabajo temporales: recogida de algodón, recogida de aceitunas,
recolectando uvas y alubias en Francia, y vendimiando en pueblos de Castilla la Mancha.
Orientándose
en el campo es lo mejor que yo he conocido jamás. Nunca se perdió ni una sola
vez, y eso que anduvimos kilómetros y kilómetros sin brújula y sin mapa. Se conocía todos los
caminos, sendas, todas las fuentes del lugar y los pozos que había por la zona.
Las crías de las perdices los llamados "perdigones.
Buscábamos
nidos de jilgueros, de tórtolas, pero sobre todo eran las crías de las perdices,
a las que llamábamos “perdigones”, las
preferidas. Nos encantaba capturarlas
corriendo detrás de ellas. Conseguir atrapar algún perdigón era todo un
regocijo sin par para nosotros. Las
crías de las perdices se crían con mucha facilidad ya que comen solas desde que rompen la cascara del
huevo. Una vez dentro del olivar la técnica a seguir era sentarse en el suelo e
intentar oír el canto de algún pequeño o de una madre intentando reunir a sus
polluelos desperdigados. Si no daba resultado había otras dos opciones: tener
la suerte de toparse con ellos mientras descansaban a la sombra de un olivo o imitar el canto de
un pequeño, a ver si la madre respondía delatándonos su presencia.
En invierno
colocábamos las “costillas” —trampas de alambre para atrapar pájaros— para
cazar a los zorzales. Las hormigas con alas era el cebo perfecto para atraerlos
hacia la muerte. Una buena caza de zorzales suponía que al día siguiente habría
un buen arroz o una buena fritura con estos pájaros.
Trampa denominadas "costilla" que sirve para atrapar zorzales.
El ilustre
naturalista Don Félix Rodríguez de la fuente gozaba en este tiempo de mucha
fama con su programa televisivo “El hombre y la Tierra”, y ya en varios
programas denunció la fea práctica de los andaluces de atrapar pájaros con
estas artes.
Hoy me
arrepiento de ello y no lo haría por nada del mundo, pero aunque quisiera ya no
puedo reparar todo el daño que hemos hecho a tantos animales. Pero en esos tiempos era una forma
extraordinaria de disfrutar y de aprender, además de estar en contacto con la naturaleza.
El ilustre naturalista Dr. Félix Rodríguez de la Fuente
Recuerdo un
día que me encontré al Seco llorando, y
me sorprendió muchísimo ya que yo no lo había visto llorar nunca por ningún
motivo. Sus ojos repletos de lágrimas,
la nariz supurando mucosidades, y él
restregándose los ojos y la nariz con el dorso de la mano y usando la pernera
del pantalón como pañuelo. Le pregunto
qué le ocurre y me dice que su padre le había matado el macho de perdiz. Aquel macho que curiosamente habíamos atrapado el verano del año pasado, que nos costó un
trabajo enorme capturar, y en el cual él había puesto toda su ilusión en que
fuese uno de los mejores machos de todos los que había tenido. Los machos siempre se han usado como reclamo en la
caza de la perdiz y si salía buen cantor se podía obtener una buena cantidad de
dinero por él.
Sería ya pasado mediados de mayo cuando una
tarde bien calurosa, de esas que se frien los huevos al sol, salimos por la parte sur del pueblo por un
camino, que paralelo al que asciende hasta la ermita de la virgen de la
Estrella, nos sube tranquilamente hasta los olivos. Anduvimos unos kilómetros y abandonamos el camino internándonos en medio del olivar, en ese
dédalo de olivos todos iguales, bien alineados y con el suelo rojizo y tan
limpio que era casi imposible encontrar hierbas.
Ahora toca
descansar un poco bajo la sombra de un
olivo y esperar hasta recuperar un poco el aliento. Ya recuperados iniciamos
sigilosos la búsqueda de nuestro trofeo. Llevábamos buen rato caminando cuando
nos sale una bandada de perdices, ya de un tamaño considerable. El primer vuelo
suele ser el más largo ya que como es lógico las perdices están descansadas.
Después de ver donde caen unas cuantas nos dirigimos corriendo con todas
nuestras fuerzas hacia ellas, y, cuando estamos cercas de ellas, las obligamos
a que efectúen un segundo vuelo. Este es ya más corto y más desperdigado que el
primero, pero tuvimos la fortuna de ver donde caía el macho protagonista de este duelo.
El tercer vuelo es ya muy corto y el animal esta vez, ya sin fuerzas y agotado
por el inmenso calor, opta por tenderse en el suelo y sirviéndose del camuflaje
intentar pasar inadvertido, pero no fue así porque el Seco vio bien claro donde
caía, y llegado al lugar atraparlo fue fácil. Estaba agotada la pobre perdiz y
ya capturada nos fuimos bajo la sombra de un olivo para que tanto el animal
como nosotros nos pudiésemos recuperar. Jamás, que yo recuerde, llevábamos al campo ningún tipo de merienda
ni ninguna botella de agua, así que recuperarnos con estas temperaturas y estas
carreras no era nada fácil. Esta espera fue más larga y placentera ya que tener
en las manos ese bonito trofeo nos reconfortaba enormemente. El ritual después
de una captura siempre era el mismo: se sujetaba al animal con una mano y con
la otra se le acariciaba para tranquilizarla. Se le soplaba para intentar
aliviar su agobio, y tranquilo a esperar que se tranquilizase el animal y fuese
asumiendo su nueva situación que como es lógico, pensar eso de un animal de estos no es nada fácil: cambiar
su libertad por una cárcel.
¡Qué bella
era!, poseía una gran cabeza y eso nos inclinaba a que fuese macho y no hembra.
Con el tiempo se comprobó que se había acertado y era un bello ejemplar de
perdiz macho.
El caso fue que pasado ya casi el año a su padre se le ocurre un día la
magnífica idea de llevar este macho a probarlo
al campo, a ver qué tal se comporta. Tiene buena pinta, pero hay que
comprobarlo in situ. Lo mete en una
jaula. Se lo lleva al olivar. Lo cuelga en la rama de un olivo en un lugar
estratégico, según él, y se sienta paciente en el suelo, alejado de su vista, a oírlo cantar. Su padre no tiene en cuenta la hora, ni la
temperatura, ni el estado del celo del animal; es un macho y está obligado a
cantar siempre. Y ese día el macho no se sintió con ganas de cantar y estuvo
todo el rato sin abrir el pico. Así que cuando el padre se cansa de esperar, y el concierto con el cual él se pensaba
deleitar no comienza, pierde la
paciencia y exasperado coge la jaula, la agarra por el gancho que hay en su
extremo y empieza a sacudirla de arriba
abajo hasta dar por moribundo al pobre animal, que como es lógico pensar ni
comprendía qué pasaba ni cómo podía
defenderse de esta vesania. El caso es que el hombre todo iracundo le repetía al pobre animal mientras lo sacudía
salvajemente: “al campo se viene a hacer cuchichí, cuchichí… cuchichí, cuchichí.”
Y así acabó la vida del macho y la esperanza de mi amigo el Seco de disfrutar
de este animal y de sacar un provechoso montante económico de su venta.
¡Cuántas veces
nos hemos reído hasta desternillarnos recordando este lamentable hecho! Fueron muchas más las
lágrimas de las risas del recuerdo que las lágrimas lastimeras del primer día.
Sus otras dos
aficiones eran el fútbol y la pesca. Cuántas veces sufría cuando perdía la
selección española —que por aquella época era casi siempre—. Siempre me decía
donde había fallado y cómo lo habría planteado él para ganar el partido. A mí
el fútbol nunca me ha gustado y sigue sin gustarme, pero así era la cosa. No
recuerdo qué equipo era su favorito, pero sí recuerdo que en aquellos tiempos
solo se podía ver por la televisión al Real Madrid en la única cadena que
teníamos. Así que todos los domingos a disfrutar del fútbol y del equipo del
Caudillo. En cuanto a la pesca (tampoco me ha gustado nunca) solo se hacía durante
el otoño o parte del invierno. No había dinero para cañas, ni aperos de ningún
tipo, así que con un pedazo de sedal, una lata y mucha habilidad se iba a pescar.
Muchas horas aguardando a la orilla del río Guadalquivir para pescar alguna
carpa o algún barbo que luego no se
comía nadie, y bien se devolvía al río o se le daba a cualquier persona que lo desease; pero servía para pasar el tiempo y agudizar el ingenio. Al fin
y al cabo no había nada más que hacer.
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