D
|
esde que un día oí hablar de este lugar en la cantina
de un pequeño pueblo, siempre he deseado conocerlo. Según el señor que lo había
nombrado, la Sierra de Arcabuey era un lugar encantador, fantástico y
misterioso; sin duda el lugar más bello de toda Europa.
Tengo muchas
vacaciones y nada interesante que hacer, así que decido marcharme a conocerlo.
Pertrechado con un mapa del lugar, una brújula, mi mochila y toda la
indumentaria necesaria, además del
alimento correspondiente, me dirijo hacia el lugar.
Como la distancia
es considerable, me levanto a las cinco
de la mañana, hora en la cual la luna todavía acaricia el rostro de los
enamorados rezagados.
En mi viejo Seat
Córdoba y sin prisa de ningún tipo llego a Sotofresco a las siete y treinta y
dos minutos. Dejo el coche a la entrada del pueblo en un descampado lleno de
hierbas, al lado de un antiquísimo arado romano del cual sobresalen el timón y
el clavijero y que no se ve el resto de
lo que queda porque lo tapan unos cuantos cardos borriqueros y otras especies de hierbas que allí se han acumulado. Voy a
coger la cámara de fotos para fotografiarlo y veo que se me ha olvidado.
Siempre está en la mochila, pero la última vez hubo acontecimiento familiar y
la saqué no volviendo luego a colocarla en su sitio de costumbre. ¡Vaya chasco!
Un grupúsculo
de casas, construidas con piedras y con su tejado de pizarra, es todo el
pueblo.
Dos famélicos
perros, de sabe Dios qué raza, salen a mi encuentro. Creo que intentan
ladrarme, pero de sus encogidas gargantas sólo salen unos lastimeros gemidos.
Me compadezco de ellos y saco de mi mochila un chorizo que parto en dos trozos
y se los arrojo. Cada cual se lanza hacía su trozo y con la rapidez de un
suspiro se lo engullen. Los dos me siguen mirando esperando el segundo bocado
que no llegará.
Cargo la
mochila sobre mis espaldas y empiezo a caminar. Atravieso la única calle del
pueblo sin que nada me haga pensar, excepto los dos perros, que en este lugar
hay vida.
El camino, de
tierra roja, se alarga hasta donde se
divisan las primeras siluetas de unos árboles que conforman un espeso
bosque.
Llego hasta
meterme en el interior del bosque y compruebo que son hayas enormes de gran
belleza. Los pájaros más madrugadores, me reciben con sus trinos, y la frescura
del bosque me envuelve y me hace estremecerme como los brazos de un amante
envuelven y estremece el cuerpo de su amada. El viento se enreda entre las ramas
de las hayas y las jóvenes hojas tiemblan, como enfermas, al verme pasar. La
madrugada cabalga en su caballo de luz sobre la cumbre de la sierra.
Unas dos
horas llevo caminando en plena soledad, cuando observo que el bosque desaparece;
con él, el camino y, continúa por una senda que progresivamente va ascendiendo
entre las rocas hasta la cumbre de la montaña rocosa. Asciendo la montaña,
tranquilo, sin prisa y observando todo lo que se me ofrece ante la vista. Al
coronar la cumbre me encuentro una planicie de unos cuantos metros y delante un
desfiladero enorme de algo más de cincuenta metros de longitud, que divide a la
montaña en dos tramos. El único punto de contacto entre ellos es un puente
natural de roca, de una anchura no mayor de treinta centímetros y sin nada a
sus lados que sirva para asegurarme o quitarme el miedo. Al fondo, el agua de
un río pasa brava y furiosa formando miles de espumas al chocar contra las
rocas. Este inconveniente no estaba previsto, así que me estuve pensando un tiempo
qué hacer: echarle valor y atravesarlo o volverme para atrás y desandar lo
andando. Me parece muchos kilómetros recorridos para ahora volverme, así que
decidí atravesar el puente. La verdad es
que si en este puente no hubiese tanta altura seguramente me atrevería hasta
pasarlo corriendo, pero tenía una caída en vertical superior a los cien metros
y una longitud de más de cincuenta. Eso era lo que me amedrentaba.
Coloco los brazos en cruz y como un funámbulo voy
asegurando cada uno de los pasos que doy y acabo cruzando el puente; al llegar
al otro lado respiro tranquilo y me
vuelvo para echar el último vistazo al desfiladero. ¡Uf, qué alivio!
Compruebo al caminar unos cuantos metros que en este otro extremo se termina la montaña y
ahora toca bajar por otra senda; ésta más estrecha y sinuosa y con un desnivel
muy pronunciado; incluso desde donde estoy no puedo distinguir bien si podré
bajar sin tener que agarrarme a las rocas en algún tramo. Voy bajando y
salvando los inconvenientes de una u otra forma. Cuando estoy en la mitad del
recorrido me paro a observar y veo abajo en una gran campa un rebaño de cabras
y a un joven que está apoyado en su cayado, protegida su cabeza con un sombrero
de paja y que parece que me está observando. Me alegro de verlo y me apresuro a
bajar el tramo que me queda.
Por fin voy a encontrar a alguien con quien
poder hablar y que me dé información sobre el lugar.
Al final del camino el brezo, la retama y el
boj están muy altos y forman un pequeño túnel herbáceo que debo superar. Salgo
a la campa y miro hacia todos lados, pero el joven no aparece por ningún sitio…
y las cabras tampoco. En un rincón de esta campa crecen las gencianas amarillas
formando un diminuto jardín. El joven no aparece. Me llama la atención lo alta que está la
hierba y que curiosamente me agacho, escudriño el suelo y no veo excrementos de
ningún tipo de animal. Es imposible que aquí haya habido un rebaño de cabras y
en el suelo no hayan depositado sus excrementos
en formas de bolas. Por más que me esfuerzo no encuentro nada y me tengo que
dar por vencido y proseguir con mi ruta.
Después de adentrarme otra vez en el bosque y
sin apenas veinte minutos de recorrido, diviso un pueblo a lo lejos. Creo que
aquí acabará ya mi ruta y ahora preguntaré en el pueblo si hay algún itinerario
de regreso diferente al que he traído o sí debo regresar por el mismo sitio. No
me satisface, pero no estoy seguro de nada.
Llego al pueblo. Éste es algo mayor que el
primero y hay en sus calles algunas personas. Me acerco a un grupo de ancianos
que están tomando el sol sentados en un poyo de cemento, ubicado al abrigo de
la pared de la vieja iglesia.
— ¡Buenos días!
— ¡Buenos días tenga el hermano — me responden todos juntos.
— Saben ustedes, señores, si para volver a Sotofresco
hay alguna ruta diferente a la que me ha traído hasta aquí.
— Y, ¿por dónde ha venido el hermano? — me pregunta uno de ellos.
— Por esa montaña que está al sur del pueblo—le respondo.
— ¡Ah! Por el
bosque de Miguelito— me dice uno de
ellos.
— Yo creí que se llamaba de Arcabuey—le contesto.
— Eso es para los libros, para nosotros se llama de
Miguelito.
— Se puede saber por qué— les pregunto.
— Hace ya muchos años teníamos un zagal que cuidaba de
nuestras cabras que le llamábamos Miguelito. Un día mientras estaba con el
rebaño en el campo, vino una gran tormenta con truenos, rayos y granizos
incluido. Fue tan fuerte la tormenta y tan grande el granizo que prácticamente
mató a todas las cabras del mozalbete. Él se pudo salvar gracias a que se
cobijó en el tronco hueco de un roble. Al salir y comprobar que casi todas sus
cabras habían muerto y creyéndose culpable no pudo soportar el dolor y llorando
se arrojó por el desfiladero. Nunca se encontró su cuerpo, pero todo el mundo
así se lo imaginó.
Se cuenta que hoy en día a todo
aquel que cruza este precipicio en solitario se le aparece Miguelito como aviso
de que cruzar este bosque es peligroso.
— Pero todo eso no deja de ser historia e invenciones de
los antiguos—me decía uno de
ellos sonriendo.
— ¿Usted lo ha visto?—me pregunta otro.
Yo, queriendo eludir el tema y para no contestar les digo: entonces tendré
que volver por el mismo sitio.
— No, hermano, no es necesario. Si lo desea puede ir por
la carretera, que desde aquí a Sotofresco sólo hay quince kilómetros; y si no desea andar más puede esperar a Abilio, el
panadero, que seguro que si se lo pide le llevará gustoso.
— ¿Y a qué hora
viene el señor Abilio?
— Pues a la una del mediodía y suele ser bastante
puntual.
Esperé a Abilio y después de pedirle que si me podía
llevar accedió a ello. Durante el trayecto fue bastante hablador y me contó
otra historia, diferente en algunas cosas, sobre Miguelito.
Me dejó en un cruce desde el cual llegar hasta el
coche no me costaría más de quince minutos, porque él me aseguró que en Sotofresco
no entraba porque hacía muchos años que ya no vivía nadie
Llego al coche
y me encuentro a los dos escuálidos perros que están sentados sobre sus patas
traseras, cada uno a un lado del coche. Cuando me ven llegar se levantan y
vienen hacia mí. Saco de la mochila un trozo de pan y un poco de lomo que me ha
sobrado y se los lanzo. Se lo comen rápidamente; yo me subo al coche y regreso
a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario